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Por Nicolás Panotto

El uso de referencias políticas para analizar las dinámicas religiosas es algo muy común y sabido. Los procesos contextuales, los nuevos escenarios que se presentan en cualquier grupo social, los tipos de discursos que circulan en la cotidianeidad, todos ellos representan demarcaciones a partir de dónde analizar, cuestionar, dar sentido y evaluar el fenómeno religioso.

En esta dirección, hace algunos años el término populismo ha estado muy presente tanto en boca de analistas políticos como en medios de comunicación y discusiones entre amigos. Es un concepto polivalente, que puede referir a situaciones, modelos y prácticas sumamente antagónicas. Podemos encontrar profundos estudios académicos –que llegan a conclusiones totalmente distintas- como también una utilización muy disímil en lo diario. La identificación con el líder, el uso de gestos con mucha fuerza simbólica para obtener cohesión social, la enunciación de quién es el “pueblo”, la ejecución de políticas con fuerte intervención (sea individual o institucional) y los tipos de retórica mesiánica, son algunos de los elementos que más se resaltan para su definición.

El énfasis sobre este concepto ha llevado a definir como “populistas” diversos fenómenos dentro del campo religioso. Por ejemplo, lo vemos en algunas evaluaciones sobre la figura del Papa Francisco, quien se ha ganado el epíteto de “líder populista” –desde bandos favorables y contrarios- por la centralidad que ha adquirido su persona en la “reinvención” del Vaticano, por el tipo de discurso “popular” que emplea, por sus prácticas de solidaridad con pobres, adictos y refugiados, por la utilización de gestos con una profunda y provocadora carga simbólica, entre otros elementos. También lo observamos en el análisis –desde lo académico hasta lo periodístico- del lugar que han alcanzado comunidades pentecostales en distintos contextos del continente latinoamericano, donde se enfatiza la performance carismática del pastor y su influencia en la comunidad.

En resumen, podríamos decir que la fuerte imagen de los líderes religiosos y las prácticas de asistencia que realizan comunidades eclesiales o religiosas -vistas como instancias de reclutamiento-, sirven en muchas ocasiones para endosarles el título de “prácticas populistas”.

Ahora bien, así como existen reduccionismos, limitantes y prejuicios a la hora de utilizar este término en el campo de la política o de las dinámicas sociales en general, lo mismo sucede con el fenómeno religioso. Y en este sentido, podríamos resaltar tres elementos.

Primero, hay que advertir el reduccionismo que existe a la hora de analizar el rol supuestamente manipulador de los líderes religiosos en la conducción de sus comunidades. Aunque no hacemos oído sordo a las teorías sobre manejos de masa, la existencia de estructuras verticalistas y la presencia de complejos juegos psicológicos –legitimados, todos ellos, en cierto oscurantismo teológico-, creemos que no son los únicos modos de comprender la influencia de un tipo de líder en las personas que le siguen o enarbolan como símbolo. La relación entre liderazgo y comunidad no es unidireccional sino sumamente dinámico y heterogéneo. Por ende, no podemos concentrar nuestro análisis sólo en acciones conscientes por parte del líder hacia las personas (de arriba hacia abajo, como se suele decir), sino también en modos de identificación por parte de la misma comunidad y las personas que la componen –las cuales parten de demandas sociales, relacionales, afectivas, simbólicas, económicas, etc.- con la figura del líder, su carisma, su discurso, y por supuesto con el aura simbólico-ritual que se construye a su alrededor. En otras palabras, hablar de prácticas populistas no significa que pensemos en un rebaño de ovejas adormecidas y dominadas, sino más bien en un tipo de vinculación donde intervienen incontables procesos de producción subjetiva por parte de creyentes activos que demandan, actúan y eligen, según sus necesidades, posibilidades y contextos.

El segundo elemento a resaltar es la manera en que se conciben la prácticas de asistencia o intervención de los grupos o comunidades religiosas. Suele existir cierto prejuicio con respecto a las acciones de intervención social y pública de las religiones, las cuales se llegan a considerar sólo como instancias proselitistas para ganar más adherentes. Aunque este elemento está presente, no es el único a tener en cuenta. Las lecturas clientelistas desde cierta cosmovisión populista prejuiciosa no dejan ver el alcance que tienen dichos mecanismos dentro de su campo de injerencia. Los creyentes no son personas que actúan sólo desde una conciencia proselitista –aunque ello forme parte en muchos casos- sino también desde la respuesta a un compromiso con instancias de reimaginación y empoderamiento social, que tal vez no encuentran asidero dentro de otros espacios no religiosos. Más aún, si uno se detiene a analizar la pluralidad de procesos y efectos que se dan a partir de las relaciones entabladas dentro de este tipo de prácticas –que muchas veces son expresados como epopeyas supranaturales, como es propio de una cosmovisión religiosa-, se puede advertir la emergencia de incontables micro-dinámicas que se proyectan mucho más allá de cualquier intencionalidad o “bajada de línea”, más aún de tinte proselitista.

El último aspecto refiere a un elemento más que evidente: ningún líder puede manejar la cotidianeidad de los miembros de una comunidad. En otras palabras, hay que reconocer la existencia de múltiples procesos de interpretación y cuestionamiento que parten desde los mismos creyentes con respecto a los discursos o propuestas de sus líderes. Aunque ellos no se profesen en tono de denuncia o desacuerdo público, sí se manifiestan en prácticas concretas dentro de la intimidad cotidiana. Por ello, no se puede hablar de una correlación directa entre dominación de un líder y efectos en la vida de las personas. Tampoco ignoramos que ello exista, pero inclusive si así fuese el caso, hay que considerar que entran en juego una pluralidad de elementos sistémicos propios de la construcción de las subjetividades y de los vínculos, que no pueden adjudicarse sólo a la intervención directa de un personaje mítico. En otros términos, a la hora de regresar al hogar, cada creyente interpreta de la forma que le place lo aprendido y utiliza lo que le que más le conviene.

En conclusión, hay que advertir ciertas lecturas facilitas en torno al uso de la idea de populismo con respecto a las prácticas religiosas como las que podemos ver en este último tiempo, donde dicho término se usa con tanta facilidad como marco de interpretación de realidades y relaciones, y que evade un análisis más cuidadoso en torno a la complejidad en su uso y sentido. Así como podemos caer en lecturas estrechas sobre las dinámicas sociales, lo mismo puede suceder con los modos en que reducimos los procesos institucionales, comunitarios y discursivos de un espacio religioso y la práctica de los miembros que la compone.

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