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Por Nicolás Panotto

El día 19 de junio tuve el privilegio de participar en el Diálogo Civil dentro de la 47 Asamblea de la Organización de Estados Americanos (OEA), desarrollada en la ciudad de Cancún, México, entre los días 19 y 21 de junio. Participaron del encuentro cerca de 700 personas, en representación de más de 300 organizaciones civiles. El formato de esta convocatoria fue distinta al de otras ocasiones. En una gran mesa, se sentaron frente a frente representantes de Estado y organizaciones civiles. Quienes expusieron de parte de este último sector, fueron coaliciones de grupos comprometidos con diversas temáticas y demandas, a saber, mujeres, pueblos indígenas, sindicatos, comunidad LGBTTIQ, grupos afroamericanos, discapacitados, economía social, entre otros. Las coaliciones compartieron sus análisis, reclamos y propuestas, mientras los representantes de estado escucharon, tomaron nota y replicaron cuando fue necesario.

Las exposiciones por parte de la sociedad civil fueron muy variadas. Pero me gustaría detener mi análisis –el cual es muy breve y proviene más desde las tripas por lo recientemente vivido- en un sector particular cuya voz fue notoria. De las cerca de 30 coaliciones presentes, al menos 10 presentaron postulados que se oponían a diversos temas sensibles promovidos en los últimos años por espacios de militancia en derechos humanos. La defensa de la familia tradicional, el matrimonio como práctica exclusiva entre hombre y mujer, la defensa de la vida desde su concepción y el rechazo a la legalización del aborto, y la oposición a cualquier forma de comprender la sexualidad y la persona fuera de un marco heteronormativo, fueron las demandas eje de estos grupos.

¿Cuál fue otra característica de dichas coaliciones? Usar el nombre de Dios. Todas estas agrupaciones se articulan muy fuertemente con espacios cristianos, sean católicos como evangélicos. Su presencia en el recinto era abrumadora. Hay quienes dicen que llegaban al menos a la mitad de los asistentes, aunque me parece atinado aseverarlo. Pero sin duda era un grupo extenso que hacía notar su presencia. Aquí su increíble capacidad para movilizar cientos de personas a un encuentro tan importante para la política latinoamericana como es la Asamblea de la OEA.

En la jerga de las organizaciones civiles, dichos grupos se los engloba bajo los títulos de “pro vida” o “anti derecho” (¡nominaciones paradójicamente contrarias!). Lo que me llamó considerablemente la atención es la homogeneidad en el uso de ciertos discursos para respaldar sus argumentos. Veamos algunos.

La totalidad –sí: literalmente el 100%- de los grupos dentro de este espectro utilizó la siguiente frase tras desplegar sus propuestas: “estudios científicos demuestran que…” Esta fe en la “objetividad” de la ciencia como demarcatoria de la verdad sobre las dinámicas sociales, biológicas, naturales, etc., es su caballo de batalla. Esto indicaría que sus posicionamientos no refieren a perspectivas ideológicas, subjetivas, políticas o religiosas, sino a pruebas científicas. Por ello, son verdades incuestionables. Podríamos reflexionar extensamente sobre la crítica al sentido de veracidad ligado a la ciencia, y todos los prejuicios modernos alrededor de ello. Pero lo que cabe remarcar es la intencionalidad en el uso de dicho vocabulario: estos grupos pretenden legitimar una perspectiva subjetiva y por ende cuestionable, desde la clausura cientificista que repele todo sesgo ideológico, y por ende cualquier posicionamiento alterno. Al parecer, discurso teológico y objetividad científica van de la mano…

La segunda noción presente fue la idea de “lo natural”. Los discursos remitían constantemente sobre lo natural como fundamento del desarrollo histórico, de los procesos y la configuraciones sociales, en los cuerpos, la sexualidad, etc. Nuevamente, la noción de naturaleza aparece como un argumento que intenta absolutizar una forma específica de comprender la existencia, remitiendo a una noción que enlaza la veracidad con una condición biológica o una extensión histórica sin fisuras ni variaciones. Es así que, entonces, los modelos familiares, la manera de vivir la sexualidad, las relaciones interpersonales, etc., distan de cualquier ambivalencia temporal o contextual, para pasar al atrio de lo inamovible (obviamente, según el patrón defendido por ellos).

Otro elemento que llamó la atención fue la performance de estos grupos. Es decir, actuaron como cualquier agrupación política en busca de legitimación y presencia. No se quedaron atrás. En medio de las exposiciones, levantaban carteles y pancartas, sea en forma de apoyo o denuncia. Se movían dentro del salón con la intención de hacerse ver, y trataban de hablar con cualquier político o representante oficial que encontraban en el camino para entregarles algún documento con sus reclamos. Sus movimientos y gestos estaban a la misma altura que cualquier grupo político en reclamo de sus demandas y búsqueda de pactos o acuerdos. Esto podría resultar extraño si lo comparamos con el tipo de performance política que han mantenido grupos cristianos -especialmente evangélicos- a lo largo de la historia, los cuales siempre han sido reacios a este tipo de prácticas. Pero al parecer, han dejado sus prejuicios atrás para desenvolverse con toda soltura en la “liturgia” de los movimientos sociales y organizaciones civiles.

Cabe también mencionar que en algunos casos la conducta de estas agrupaciones dista de ser pacífica: no fue esta la ocasión, pero en asambleas anteriores (como en República Dominicana el año pasado) grupos religiosos irrumpieron en medio de la asamblea sin permiso, para impedir el diálogo, y hasta han existido agresiones físicas contra personas de otras expresiones, especialmente contra la comunidad LGBTTIQ. Su militancia ha alcanzado niveles sumamente antidemocráticos y vergonzosos. Al parecer su heroísmo y mesianismo religiosos les lleva a legitimar cualquier tipo de comportamiento con tal de alcanzar su propósito.

Hay mucha tela para cortar sobre estos acontecimientos. Llevará tiempo analizarlos con el detalle que merece. Aunque no hay nada nuevo en mi descripción –ya que este tipo de discursos son ya conocidos-, sí llama la atención el nivel de organización e incidencia que dichas propuestas han alcanzado durante estos últimos años, al punto de ser un sector de gran peso en instancias como la OEA, la ONU u otros organismos internacionales.

Estos grupos argumentan ser “discriminados” por los sectores con agendas de derechos humanos, por sentirse cuestionados. No hay falacia más grande, además de demostrar la poca apertura al necesario debate en un espacio público (cosa que ellos reclaman sobre sí, pero niegan para los otros). Dichos grupos se apropian muy bien del lenguaje del derecho y la inclusión, pero la usan en sentidos completamente opuestos. Es decir que apelan a ser escuchados y atendidos, a que sus acciones apuestan al bienestar social y democrático, a que los valores que promueven deben ser entendidos como derechos humanos y justos; pero no están dispuestos a negociar con sectores con posiciones distintas, al punto de anular y excluir cualquier disidencia si alcanzan el poder. Ergo: una absoluta contradicción.

Esto demuestra que términos como “derechos humanos”, “valores” y “vida” son sin duda significantes que pueden ser apropiados por posturas de todo tipo, hasta antagónicas. Ello merece un profundo debate hacia dentro de los mismos organismos de la sociedad civil, con el objetivo de profundizar sobre las dimensiones éticas que conllevan estos procesos. ¿Acaso la diversidad y el pluralismo como sentidos democráticos no representan una frontera ética por sí mismas, al establecer un espacio de interacción discursivo y práctico por parte de los sujetos y agentes sociales que lo componen, estableciendo como exigencia moral que la inclusión y la aceptación de la diferencia sean valores a defender y respetar por cualquiera de sus miembros? En este sentido, se abre un gigante interrogante sobre si los valores “democráticos” a los que estos sectores apelan con sus demandas deben ser considerados como tales, cuando en realidad lo que pretenden es imponer una frontera, no de reconocimiento sino de negación de lo distinto.

Les guste o no, aquí reside una gran diferencia entre este sector fundamentalista (sí, me animo a ponerles ese mote) y los demás: mientras los grupos que buscan agendas de derecho e inclusión dicen: “esto también es familia”, “yo también soy sujeto de derecho” (es decir, reconocen al otro pero a la vez solicitan ser reconocidos desde su alteridad), los sectores fundamentalistas simplemente utilizan la lógica maquiavélica de la exclusión: lo nuestro sí, el resto no; en nosotros la verdad, en ellos el error; aquí lo bueno, allá lo malo. Un discurso discriminatorio y, en términos políticos, absolutamente antidemocrático.

De esta manera, lo público deja de ser un espacio donde una diversidad de voces se encuentra para dialogar –tensiones incluidas- y llegar a consensos mínimos, para pasar a ser una plataforma donde se lucha por el el reconocimiento propio en detrimento del resto. Lo público se transforma en un campo de batalla antes que un espacio de intercambio y (re)conocimiento.

Todo esto hace imperante la necesidad de formar una coalición de organizaciones e iglesias con una visión alternativa y crítica, que de cuenta que la espiritualidad, lo religioso y la fe distan de ser elementos condenatorios de la diversidad, moralmente restrictos y clausurados a la inclusividad. Existen innumerables espacios que presentan una visión alternativa, y que podrían jugar un rol central junto a organizaciones de sociedad civil, para hacer frente a estas avanzadas fundamentalistas dentro del espacio público –las cuales, como vimos, poseen una gran capacidad de articulación política con otras fuerzas- y demostrar de esa manera que las creencias religiosas no tienen porqué oponerse a prácticas y cosmovisiones democráticas; todo lo contrario: tienen mucho que aportar a su desarrollo.

Por último, aquí el trabajo de la teología ingresa en su inherente dimensión política y pública, como una herramienta que puede convocar al diálogo entre voces religiosas y de organizaciones civiles, con el doble objetivo de construir un espacio de reconocimiento mutuo, así como el desarrollo de un frente de crítica, resistencia y deconstrucción sobre este conjunto de posturas fundamentalistas, que distan de representar el Dios de la vida, que tantas expresiones y experiencias religiosas predican y promueven.

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