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Por Nicolás Panotto

Últimamente es común leer frases como “la religión se metió en el Estado” o “la religión intervino en asuntos políticos”. Generalmente el tono de estas expresiones suele ser crítico, cuestionando particularmente el incremento de perspectivas neoconservadoras y su intromisión en el tratamiento de proyectos de ley vinculados a igualdad de género, educación sexual, despenalización y legalización del aborto, entre otros. Podemos encontrar innumerables ejemplos de los tipos de incidencia de estos grupos, tanto en el ámbito nacional como regional, que van desde declaraciones públicas de iglesias y comunidades religiosas sobre temas sensibles en términos sociales, hasta extendidas movilizaciones callejeras, un lobby cada vez más organizado y la presencia en espacios multilaterales.

Ahora bien, aunque esto tiene mucho de razón, para que dicha crítica sea efectiva en términos socio-políticos reales, requiere de algunas precisiones. A saber: el problema no es que LA religión se está metiendo en la política, sino que ciertas visiones específicas –morales, ideológicas, sociales-, que forman parte de un extenso repertorio de imaginarios, opiniones y posiciones dentro de las diversas expresiones de fe, están logrando articularse con algunas agendas políticas con las cuales encuentran eco. No podemos hacer referencia a una condición homogénea del campo de las creencias, ni de sus posturas políticas e ideológicas. Las visiones neoconservadoras que forman parte de él son una más entre muchas. Mayoritaria, no lo negamos, ¿pero acaso no es el reflejo de lo que sucede en la sociedad en general?. Más aún, dichas perspectivas también pueden ser asumidas de diversas maneras por parte de los creyentes particulares e inclusive las estructuras institucionales, ya que no todas las personas e iglesias pretenden hacer una agenda política de sus creencias particulares, haciendo inclusive una distinción entre sus posturas teológicas y aquellas de interés público, aunque ello implique cierta contradicción o tensión.  

Hacer esta precisión no es un dato menor. ¿Por qué? Primero, porque hacer generalizaciones sobre la génesis y constitución de cualquier actor social –en este caso uno muy importante como es el religioso- impide realizar un análisis certero sobre muchos factores, además de representar una actitud poco sensible en términos democráticos, al imponerse un prejuicio por sobre las singularidades de una identidad, con la vulnerabilidad de derechos que ello conlleva. Enfatizar sólo sobre una de las múltiples caras que puede asumir una expresión religiosa, es un reduccionismo que no da cuenta de la complejidad del campo y de los innumerables tipos de incidencia que poseen sus actores y comunidades, las cuales son en muchos casos antagónicas. ¡También hallaremos dentro de los espacios religiosos las mismas tensiones que encontramos en cualquier grupo identitario!

Pero en segundo lugar, esta aclaración también tiene directa incidencia en el planteamiento de la idea de Estado laico e inclusive sobre cómo promover otros imaginarios en torno a la relación entre religión y espacio público. Veamos. Decir: “la religión no debería influir en el Estado” o “las creencias particulares no tienen que meterse en la política”, nos pese o no, es una falacia. Debemos procurar que el Estado nunca asuma una instancia de confesionalidad, donde una expresión religiosa sea priorizada por sobre las demás y sea tomada como posicionamiento oficial en temas concernientes al espacio público. Es la separación entre Iglesia y Estado, por la cual debemos seguir luchando. Pero ello no significa que perspectivas religiosas de todo tipo influyan de alguna manera en la opinión de legisladores, a través de debates públicos, de declaraciones institucionales, a través de movilizaciones, en la participación de consultas parlamentarias, entre otras acciones. ¿Es esto negativo en sí mismo? Para nada. Forma parte del itinerario que constituye un espacio democrático, donde la diversidad de voces que lo compone tienen el derecho de expresar su perspectiva, siempre y cuando respeten a los demás y se entiendan a sí mismos en un mismo estatus de legitimidad que el otro.

Lamentablemente, debemos reconocer que muchas expresiones religiosas no cumplen esto último, ya que se entienden a sí mismas como portadoras de un tipo de verdad absoluta revelada, lo cual implica la obstrucción de un diálogo social abierto e inclusivo. Nuevamente, podríamos también atribuir tal falta a otros sectores sociales, que hacen lo mismo pero desde una visión no teológica. En todo caso, vemos aquí la necesidad de trabajar con mayor profundidad las interacciones entre imaginarios dogmáticos y sus consecuencias sociales. Una tarea interesante que teólogos/as y analistas políticos deberían plantear de forma conjunta.

Por ello, la pregunta es: ¿qué deberíamos priorizar: insistir que LA religión quede fuera (apelando a visiones generalizadoras y monolíticas que no dan cuenta de la complejidad del objeto al que refiere), o reconocer que las creencias siempre han sido y seguirán siendo un elemento fundamental en la construcción de identidades políticas, pero procurando que se visibilicen en su totalidad, diversidad y pluralidad, para así lograr una mayor representatividad de perspectivas sociales e ideológicas en diálogo con las diversas miradas que habitan a las creencias religiosas?

En otros términos, el reconocimiento de la pluralidad del campo religioso y la no promoción de visiones monopólicas, servirá a la construcción de un espacio de disputa de sentidos. La solución no se encuentra en la exclusión. Ello responde a una muy mala lectura del fenómeno de secularización y del concepto de laicidad, además de una actitud con ribetes poco democráticos. Si partimos desde una visión radical de lo democrático, entonces lo que debemos procurar es crear un espacio de disputa hegemónica, donde las voces que son visibilizadas como las únicas fidedignas sean confrontadas con visiones diversas, que apelen a agendas en derechos humanos, a prácticas inclusivas y a perspectivas dialogantes, para así inscribir una instancia política plural, reconociendo las características del propio campo religioso.

Por todo esto, cuando hablemos de “religión y política”, tenemos que preguntarnos: ¿de qué “religión” estamos hablando? ¿A qué visión responde? ¿Cuál es la particularidad que posee? ¿Qué principios dogmáticos representa? ¿Qué otros actores y perspectivas existen dentro de su propio seno? En fin, preguntarse quién es ese otro (religioso) es una interrogante muy adeudada en nuestras democracias latinoamericanas. Tal vez así podremos caminar hacia la deconstrucción y cuestionamiento de aquellas voces neoconservadoras que muchas veces se creen representantes del todo, para así proyectar el potencial político intrínseco que posee la diversidad de creencias que embellece nuestras sociedades, contexto que es indispensable para dar cuenta de un ambiente realmente democrático.

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