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Por Esteban Quiroz González[i]

Nadie ha sido ajeno al escándalo en el que las iglesias evangélicas están envueltas hoy por hoy en Chile, y que tiene su origen en una investigación reservada por la Fiscalía de Delitos de Alta Complejidad contra el Obispo de la Primera Iglesia Metodista Pentecostal (Jotabeche), Eduardo Durán Castro, por el abultado y rápido crecimiento de su patrimonio personal, donde se dio a conocer que él confesó que recibe al menos treinta millones de pesos mensuales por el (solo) concepto de diezmo (Matus, 2018).

Dicho escándalo tiene el efecto de ser demasiado amplio y demasiado acotado a la vez. Amplio por cuanto no es la realidad ni de todas las denominaciones evangélicas ni de todos los pastores en Chile que muchas veces pasan grandes penurias y escasez económica, generando un triste prejuicio en la opinión pública, y acotado porque el Obispo Durán no es el único que está en esa condición, pues existen otros pastores y obispos del pentecostalismo tanto autóctono como de exportación (incluído el neopentecostalismo y otras variantes como la Iglesia Universal del Reino de Dios “Pare de Sufrir”[ii]) cuyos líderes también cuentan con antecedentes de enriquecimiento desproporcional . Es decir, si bien no es una cosa general, tampoco él es el único que se encuentra en esta estructura, sino varios otros líderes dentro del pentecostalismo. Aunque en este artículo me dedicaré solamente al pentecostalismo autóctono chileno, esto es, el pentecostalismo iniciado por el avivamiento de 1909, al alero del pastor estadounidense y de origen metodista Willis C. Hoover, y que podemos intentar calificar de manera muy amplia dentro de esas iglesias que tienen la costumbre de “dar tres gloria a Dios” en sus cultos (Lagos Schuffeneger, 2009, pág. 91). En ese sentido me referiré de forma indistinta a dichas iglesias, especialmente a las tres Metodistas Pentecostales (IMP), que por diversas razones se dividieron con posterioridad a la muerte del carismático y controvertido obispo Javier Vásquez Valencia: la IMP pública, la IMP privada, y la IMP de calle Jotabeche.

El obispo Durán ha evitado responder sobre la justificación ética, doctrinal y teológica para que él como pastor de una iglesia gane un sueldo anual de al menos 360 millones de pesos, es decir, alrededor de 544.860 dólares, que es 104 veces el sueldo mínimo, y bastante más que el sueldo del presidente de Estados Unidos, que gana 400.000 dólares como mandatario del país más rico del mundo (BBC News, 2018), o más que el Presidente Ejecutivo de Codelco, la cuprífera estatal más grande del mundo y que gana $313.382.576 anuales[iii] (piénsese que Codelco produjo ganancias en 2017 por MMUS$ 2.885[iv]). De hecho, el obispo Durán gana más que el promedio de los gerentes generales de empresas que facturan por encima de 100 millónes de dólares, que en Chile alcanzó en 2018 los $176.400.000 anuales de sueldo para cada gerente (EMOL, 2018). Durán se ha refugiado diciendo -por medio de un vídeo subido en redes sociales- que todo esto se trata de una simple persecución por el evangelio “originada en su posición valórica”.

Evidentemente, la situación está lejos de ser así, pues la razón del cuestionamiento tiene que ver con algo mucho más esencial y es que para ser una voz política, que es lo que él ha intentado hacer vía activismo “valórico”[v], para ser precisamente una “voz moral”, se requiere tener moral, en lenguaje del evangelio. Si uno quiere hablar de la paja en el ojo ajeno, debe mirar su viga (Lucas 6:42). Cualquier persona que quiera hacer crítica política y ética debe saber que también se la harán a él, que será escrutado, analizado y estudiado en lo que hace, y si tiene algo reprochable se lo van a hacer ver con mucha fuerza.

Es por esa razón que Durán, aunque no es el único religioso que se enriquece con la iglesia, es el único en el escrutinio y escándalo público por cuanto ha incursionado directamente en política, siendo una de las caras más visibles de la incursión “evangélica-conservadora” en esta área, especialmente durante la reciente elección presidencial y legislativa de 2017 (Mansilla, Orellana, & Panotto, 2019, pág. 195), y es la razón por la cual no todos los religiosos que hacen política como él están bajo ese ataque: porque los demás no tienen esa debilidad manifiesta contraria a los valores del quehacer democrático (y cristiano, por cierto), como es generar un abultadísimo e injustificado patrimonio producto de su trabajo como religioso. Durán no es el único religioso que tiene una posición valórica conservadora y que cuenta con cobertura mediática (existen otros como el obispo anglicano Alfred Cooper, por ejemplo) Si las cosas fueran como Durán afirma, todos estarían bajo ataques calumniosos. Pero solo él está bajo la lupa, pues es él quien posee esta falencia de un patrimonio extrañamente enorme para un religioso y que ha confirmado con la revelación de su sueldo, lo que ya no es una acusación, sino un hecho admitido.

Es decir, si cualquier otro religioso con activismo político tuviera esa debilidad o el mismo tuviera cualquier otra debilidad, se la harían ver, porque las reglas de la política democrática implican sujetarse a sus supuestos: probidad, transparencia, servicio, intachabilidad, responsabilidad (accountability). La crítica ética y moral es consustancial a la política, de manera que no importa si la revelación de una falta ética tiene como propósito deslegitimar al adversario -esa es una obviedad en política-. Lo que importa es que dicha falta ética sea real y que el atacado pueda desmentirla. En este caso, Durán no ha dado una explicación del sentido moral y cristiano de ganar 30 millones mensuales como religioso a costa de donaciones de gente humilde, y, por lo tanto, su respuesta es no solo impopular sino insuficiente.

Ahora bien, fuera de ese análisis y de lo mucho que podría hacer el Estado para hacer cumplir la “ley de culto” que prohíbe que las personas jurídicas religiosas tengan fines de lucro (artículo 9 ley 19.638), además de establecer un marco regulatorio con elementos mínimos de probidad y transparencia, cabe preguntarse algunas cosas orientadas hacia el asunto eclesiástico: ¿cuál es la estructura eclesiástica que permite esta situación? ¿Cuáles son los efectos eclesiales de esta situación? ¿Cómo es que llegamos a ese estado de cosas?  ¿Por qué hay congregaciones que lo siguen permitiendo? ¿Qué podríamos hacer desde dentro de las iglesias para terminar con situaciones así?

¿Cuál es la estructura eclesiástica que permite esta situación?

La estructura con la que funcionan las iglesias como la de Durán es muy sencilla: a diferencia de la mayoría de las denominaciones protestantes y evangélicas clásicas (luteranos, anglicanos, presbiterianos, metodistas, bautistas, aliancistas, asambleístas, entre otras), en estas iglesias no existe sueldo fijo y razonado para el pastor, sino que se fija explícitamente que él vivirá de la totalidad de los diezmos (sean muchos o pocos). Pero no es solo eso: la administración de todos los dineros y de los bienes están entregados por estatuto y por costumbre en forma exclusiva al pastor en la iglesia local. Es él quien determina qué se hace con ellos y qué no, y nadie tiene control, auditoría o cuenta que pedir a dicho ministro. No existe tampoco la obligación de dar transparencia a los bienes y dineros que la iglesia tanto local como a nivel corporativo adquiere o administra, ni una limitación sobre en qué pueden usarse o gastarse.

Así, los pastores no solo no tienen preestablecido un sueldo fijo que sea proporcional y justo para su trabajo, estableciendo la totalidad de los diezmos (cuestión variable) como aquellos destinados a su mantenimiento, sino que además son ellos quienes tienen la administración de las ofrendas y todos los otros bienes. A eso debe sumarse que muchos hermanos, empujados y alentados por las autoridades intermedias y sus predicaciones, dan además regalos, primicias de la producción (como las del Libro de Levítico de la Biblia, y ofrendas especiales de cumpleaños a los pastores, lo que aumenta los bienes a su entera disposición.

Todo esto significa que el hecho de que los hermanos diezmen o no, tampoco es relevante para la posibilidad de enriquecimiento que se tiene, pues basta con que ofrenden para que dicho dinero pase directamente a la libre disposición del pastor. Por eso muchas veces dirán “en realidad los que diezman son una minoría”, y razón tienen o pueden tener (diezmar en todo caso es requisito para alcanzar puestos de autoridad). Sin embargo esto no perjudica al sistema, sino que solamente disminuye el ingreso potencial, pues los que no diezman sí suelen ofrendar dinero e incluso ofrendan trabajo para conseguir dinero (ventas de comida, por ejemplo), lo que no es poco. Es más, cuando la iglesia alcanza un tamaño considerable, el capital se hace elevado por acumulación, siendo indiferente si la gente da o no un porcentaje elevado de sus recursos, con tal que den dinero o trabajen para conseguirlo.  

El pastor puede usar y disponer de todo, puede contratar a quien quiera sin dar cuenta alguna, incluso y muchas veces contrata a miembros de su familia fijando sueldos a discreción sin que existan reparos. Los tesoreros no son personas que tengan la responsabilidad de auditar el dinero; solamente cuentan, entregan y pagan recibiendo órdenes. Son personas de confianza del pastor, nombradas por él, pero sin voz sobre asuntos financieros. Los pastores bajo este sistema normalmente nombrarán a algún familiar cercano para ese cargo, sea hijo, yerno, hermano, o pariente, quien vigilará este asunto. Es por eso que en la práctica no existirá diferencia contable entre el pastor y su familia y la iglesia, son una extensión de una misma cosa.

¿Cuáles son los efectos eclesiales de esta situación?

Toda esta situación implica un efecto sencillo a nivel general y que define -a mi juicio- toda la estructura, problemas y debilidades de las iglesias pentecostales autóctonas actuales: el ingreso del pastor es directamente proporcional al tamaño de la iglesia, si la iglesia es grande y/o crece, el pastor estará económicamente bien (o grotescamente bien) Si es pequeña, no crece o disminuye su crecimiento, no dará sustento y/o registrará “pérdidas”. Así como el bono por venta de un vendedor de seguros, el crecimiento numérico de las iglesias pentecostales se mercantiliza, haciendo de sus miembros una verdadera mercadería o capital a acumular, una especie de incentivo productivo a nivel religioso/proselitista.   

Esto deviene en muchos efectos derivados que suelen observarse en mayor o menor medida dentro de estas iglesias, aunque obviamente tiene variantes[vi]:

En primer lugar, implicará que dentro de una misma denominación habrá pastores de iglesias pequeñas que pasarán grandes penas económicas, y habrá otros que podrán ganar más que el Presidente de un país. Serán “pymes” y “transnacionales” dentro de una misma persona jurídica, y salvo la mera buena voluntad de un pastor “masivo” que ayude al pequeño, no habrá cobertura institucional para él y su trabajo. Así, la condición económica de pastores de una misma denominación pentecostal con esta estructura puede ser extraordinariamente dispar y en sí injusta considerando que hay igual trabajo, incluso muchas veces hay más trabajo en el pastor pequeño por estar comenzando. Es la legitimación estructural de la desigualdad social entre ministros.

El segundo efecto es la acumulación numérica. Las iglesias bajo esta estructura no solo no ponen límite a su crecimiento local hasta transformarse en “mega iglesias” sino que acumulan en torno a un solo pastorado un buen número de “locales” o “clases” repartidas en su zona geográfica, y en lo posible más allá. Aunque dichos locales o clases sean ya lo suficientemente grandes, incluso tan grandes como para requerir de nuevos pastores, el pastor principal se negará a dicho pedido, pues significará una pérdida notable en sus entradas económicas. La negativa será constante pues los “locales y clases” están “gravados” con cuotas y metas económicas, muchas veces bastante altas, de forma tal que éstas cargarán con la iglesia central más grande y no al revés.

El tercer efecto es la notable calidad cismática de esas iglesias cuando son grandes en número, pues con tal de adquirir o no perder la calidad de pastor u obispo dentro de una iglesia grande, el cisma se produce constantemente, pues dicha posición es muy codiciada mientras la posición de pastor de iglesia pequeña o naciente no lo es. A la muerte de un pastor u obispo, la iglesia se dividirá, porque muchos se pelearán el capital religioso; en términos fríos y duros, la cartera de clientes. Asimismo, la crítica al rebelde a la autoridad o a quien pudiera generar un cisma es constante, representada como una verdadera maldición, aunque muchas veces se ocultará que la mayoría de las iglesias pentecostales nacieron de un cisma y de una rebelión del líder (Lalive d’Epinay, 2009, pág. 142) que ahora demanda sumisión y no rebelión, so pena del castigo divino. Asimismo, se sancionará duramente la “militancia” en organizaciones religiosas que no sean la propia, y se satanizará duramente al que se cambia de iglesia con toda clase de maldiciones espirituales, lo que permite asegurar el capital económico-religioso.

El cuarto efecto de la confusión entre la iglesia y la familia pastoral es que, con el fin de mantener la fuente de ingreso familiar, el pastor hará lo posible por asegurarse que la calidad de pastor quede radicada en alguno de sus hijos o yernos (Mansilla M. Á., 2016, pág. 384). Siempre los mantendrá cerca de sí como autoridades, y llegado en el momento les dará el cargo de Primer Oficial o primer ayudante, ubicándolos en la condición sociorreligiosa de ser llamados sucesores. Este estatus especial y superior que se otorga a la familia pastoral ayudará mucho de cara a la congregación.

El quinto efecto es que habrá un énfasis central y casi único en el crecimiento numérico y de infraestructura: el primero para no perder sino aumentar las entradas, el segundo para reforzar el primero y justificar la demanda económica de la iglesia. Su rendición de cuentas, carente de detalles contables, será simplemente la visible presencia de nuevos y más grandes templos, lo que tranquiliazará a los fieles sobre esto, pero que en todo caso son construidos con donativos adicionales a los normales y con la fuerte presencia de mano de obra voluntaria de la propia congregación. La construcción y ampliación de edificaciones se transforma así en un fin único, y no en un medio, pues una vez que se termina una construcción o ampliación se empezará otra. Incluso a pesar  de si por ello se adquiere deuda, pues en este contexto eclesial, mercantilizado y no transparente, eso puede ser una simple inversión a plazo recuperable.

Se descartará así cualquier otra prioridad: tener un seminario y hacerlo requisito para ser pastor o abrirlo al diaconado, poner énfasis serio en la teología e historia de la iglesia e identidad denominacional, crear colegios, tener fundaciones, realizar obra social y de misericordia en forma permanente, institucional y sistemática de acuerdo al evangelio. Todo ello se descarta o se minimiza, mutilando la labor y misión hacia la “sola alma” (que es un número que se integra a la iglesia y aporta) y no sobre la “calidad de vida de dicha alma” y sus inquietantes y profundas dudas espirituales. Crecer en número es lo importante; ya habrá tiempo para lo demás, que rara vez llega. El fervor evangelístico nace desde la autoridad y se mantiene constante, para bien de la difusión de un mensaje que se cree salvífico y justificado por ello, pero también por la mercantilidad del crecimiento en su estructura eclesiastica. El “buen” incentivo que hay en la relación miembro/dinero personal pastoral disponible.

Evidentemente dicha mutilación teológica y práctica de la misión eclesiástica, sumada a la mercantilidad del crecimiento y el énfasis en la “sola alma” directamente vinculado a todo lo anterior, también incide en sus intereses políticos, siendo una de las tantas razones por las cuales en estas iglesias casi no hay preocupación política por las condiciones materiales de existencia de la gente tanto dentro como fuera de la comunidad de fe, haciendo de sus preocupaciones en materia de ideología-política básicamente la libertad de poder seguir predicando ese evangelio (bastando que sea en ese estado de mutilación, es decir, la propia fe y no la de los demás), y la negación de la libertad civil de terceros de practicar y difundir cualquier forma de vida que pueda ser incompatible a la conversión y amenazar por ende la participación (rentable en el fondo) dentro de la organización eclesiástica: las libertades de las minorías sexuales (que “no pueden” ser a la vez parte de su religión), el ateísmo o cualquier ideología explícitamente atea, el mal llamado “paganismo” (religiones consideradas satánicas por ser indígenas o no occidentales), la eutanasia y la legalización de la marihuana, olvidando de forma natural y espontánea el agregar a su pensamiento y preocupación política la expresión de los valores cristianos de justicia, solidaridad, fraternidad, igualdad, o cuidado de la creación, e incluso callando si llega a producirse restricciones o atentados en contra de personas que son parte de dichas cosmovisiones consideradas incompatibles (Mansilla & Orellana, Evangélicos y Política en Chile. Política, apoliticismo, y antipolítica, 2019).

El único valor político pasa a ser la posibilidad de conversión a su religión, traducida en libertad para predicar su fe (no una preocupación por la generalidad de la libertad religiosa sino solo la propia) y la negación –incluso total- de las otras cosmovisiones o formas de vida con las que “se compite”, lo que es el resultado directo e imperceptible de esta reducción de la integralidad de la misión basada en la centralidad del crecimiento numérico, cuyo origen es por una parte el fervor misionero, pero a la vez la mercantilidad del crecimiento que lo atrofia al máximo. El pensamiento conservador se hace una obviedad, pues éste es -en el fondo- la negativa a perder miembros o crecimiento, perder poder en otras palabras, negando por ende a los otros, no pudiendo mirarlos como iguales o legítimos.

¿Cómo es que llegamos a ese estado de cosas?

El contexto no fue siempre así. En el inicio de las iglesias pentecostales, con la fundación de la Iglesia Metodista Pentecostal, el pastor metodista Willis C. Hoover, siguiendo la costumbre wesleyana, dejaba la administración económica a los oficiales (diáconos), encargándose sólo de lo espiritual. Se determinaba para el pastor un sueldo fijo (Hoover, 1928), ya que no existía esa idea de que la totalidad del diezmo era para el mantenimiento pastoral sino el de la totalidad de la obra cristiana de la que se obtenía –entre otros- el sueldo pastoral, y mucho menos existía la posibilidad de una libre administración incuestionable de la totalidad de los dineros y bienes por parte del pastor.

Con la independencia de su movimiento de la Iglesia Metodista Episcopal, que a la vez era dependiente del extranjero, y sobre todo con la posterior expulsión del propio Hoover de la Iglesia Metodista Pentecostal por él fundada, la iglesia ya no tuvo necesidad de rendir cuentas a nadie, perdiendo este deber y práctica, y dada su precariedad económica, tampoco había mucho por rendir, por lo cual esto desaparece sin problemas (Lalive d’Epinay, 2009, págs. 124-125). Con el tiempo, y con el crecimiento explosivo y sostenido, además de la carente reflexión teológica dentro de la Iglesia y otros elementos de carácter autoritario propios de la idiosincrasia chilena campestre que coloniza la iglesia (Lalive d’Epinay, 2009, pág. 115), se genera esta perversión del sistema que perdura hasta hoy (Orellana Urtubia, 2008, pág. 156). Sin embargo, esta situación es el resultado de una evolución lenta, pero que parte con el superintendente y luego denominado Obispo Manuel Umaña (Lalive d’Epinay, 2009, pág. 144) y perfeccionada después por los que le reemplazan. La otra iglesia fundada por Hoover luego de la escisión con la IMP, esto es, la Iglesia Evangélica Pentecostal, copiará ese sistema más tarde, pero lo implementará de igual forma (Iglesia Evangélica Pentecostal, 2000).  

¿Por qué hay congregaciones que lo siguen permitiendo?

Diversas son las razones por las cuales las distintas iglesias y/o denominaciones alcanzan esta situación, entre las cuales puedo señalar que existen –también en mayor o menor medida según cada realidad- situaciones como las siguientes:

Para poder mantener dicha estructura de administración se requiere algo muy evidente: si la iglesia es el pastor y el pastor es la iglesia, es él quien determina en forma exclusiva a todas las autoridades que pueden cuestionarlo: los diáconos, tesoreros, encargados de voluntarios (hombres), dorcas (mujeres), jóvenes y todo grupo están sujetos a la designación y nombramiento sólo en manos del Pastor, a través de cambios periódicos en plazos de tiempo breves (un año generalmente), nadie puede así cuestionarlo ni privada ni públicamente sin perder rápida y fácilmente su cargo y sin posibilidad de réplica o escándalo, y por ende la codiciada calidad de líder espiritual que le permite participar en cierto nivel (limitado) de la dirección, mandato y predicación. El miedo a perder el cargo religioso es una garantía muy fuerte, y el que lo ignore pagará con su posibilidad de liderar y enseñar, es decir, su legitimidad religiosa y la estima ganada por la congregación. No hay entonces “frenos y contrapesos posibles” que puedan proponer con éxito algún control o auditoría de ninguna clase, mucho menos económica.

Asimismo, se utilizará un discurso que refuerce el sinónimo entre el pastor y la iglesia, así siempre que se haga una actividad se agradecerá al pastor aunque sea por “permitirles” realizarla, siempre que consigan algo, como por ejemplo una nueva construcción o ampliación del templo. Dirán “el pastor construyó o compró esto”, aunque en realidad lo haya construido el trabajo de toda la iglesia y se haya pagado con la donación de la iglesia. Se invisibilizará así a los constructores y organizadores intermedios de las actividades, y se redirigirá todo hacia el pastor, obteniendo centralidad máxima, se le legitimará como líder siempre y excesivamente, de forma tal que incluso cuando se visita a algún enfermo o se ayuda a alguien, se ordenará decir que “el pastor nos envió y mandó saludos”, aunque no sea explícitamente cierto. De hecho, en los nombramientos de los cargos se dirá “el Señor me mandó a trabajar allá”, cuando en realidad fue la sola designación pastoral sin mediación alguna de ningún otro ente la que tomó esa decisión. Aquello se relaciona obviamente con la fe en la providencia divina, pero también con la igualación que se da al pastor con la iglesia e incluso con Dios mismo. En este tipo de iglesias, todo es variable en cuanto a cargos. Todos son prescindibles, menos el propio pastor, que es prácticamente inamovible por la iglesia local, lo que reafirma su poder omnímodo y disminuye al máximo la posibilidad de cuestionamiento en esta materia. La iglesia como organización es el pastor y nadie más.

Otra forma de mantener esta situación es “el núcleo duro”, esto es, aquellos hermanos que se han visto beneficiados por la obra pastoral, lo que incluye posibles ayudas económicas o designación en cargos de liderazgo y que por ende le defienden. Bajo este sistema, en el que hay un discurso en que la iglesia es el pastor y el pastor la iglesia, el “ayudado” piensa que es la generosidad personal del pastor la que le ha regalado algo, aunque es en realidad un donativo que proviene de los dineros de la iglesia. Adicionalmente, como no hay transparencia, un donativo más o menos importante puede verse relevante y generoso, sin embargo, muchas veces representa un porcentaje muy escaso o bajo del capital total, aunque se instala la idea de que posiblemente él haga muchas más obras semejantes en forma virtuosamente silenciosa. Con esto se consigue defensores acérrimos en el marco de una relación no transparente en lo económico y por ende viciada y muy posiblemente engañosa, aunque dada la falta de transparencia, nunca puede saberse con exactitud, que es precisamente el problema.

Otra justificación que se dará, para la falta de transparencia y que está vinculada con la anterior, será descontextualizar los pasajes de la Escritura para decir: “yo no publico los donativos que hago, porque ‘no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha’, pero le garantizo que en eso uso los dineros, incluso me empobrezco”. Evidentemente, la transparencia no es la publicidad de donativos hacia personas específicas sino la honestidad y claridad en su uso, de forma tal que mientras ésta no exista, la apelación a un supuesto uso secreto pero razonable e incluso al empobrecimiento no será sustentable desde un punto de vista lógico, ni ético, además del incumplimiento claro de los deberes bíblicos de transparencia en la materia (2 de Corintios 8:20-21).

También se hará lo posible para reforzar la calidad especial de la familia pastoral y del pastor, con toda clase de atenciones especiales: asientos especiales, comida especial, atención especial en los eventos sociales de la iglesia, lugares especiales para sentarse en la congregación, además de sumisión religiosa, muy marcada en el uso obligatorio y general de la voz “mi Pastor”, como “mi teniente”, “mi coronel”, una imitación de tipo castrense que refleja sujeción, verticalidad, autoridad e incuestionabilidad, junto con otros nombres grandilocuentes como “papito”, “ángel de la iglesia”, “profeta” etc. 

Encontramos una predicación sobre la incuestionabiliad del pastor, caracterizando al que cuestiona como aquel que “toca al siervo ungido del Señor (Salmo 105:15)”, descontextualizando pasajes del Antiguo Testamento que en realidad llamaban a no matar a los reyes y profetas, y no a algo así como hacer incuestionables o infalibles a los pastores o autoridades eclesiásticas (1 Pedro 5:3, Hebreos 13:7) haciendo del pastor un “mini Papa local” o de hacer un llamado ciego a confiar y presentar la duda como una ofensa que implica una fuerte descalificación hacia la administración pastoral por el solo hecho de pedirle cuentas. Otro elemento más para mantener esta estructura será hacer del tema uno “tabú”: no tocarlo, acallarlo, o decir que es un tema reservado que no debe hablarse para “no dañar a los débiles en la fe” o para no “ser piedra de tropiezo para los nuevos conversos y la proclamación del evangelio”. Evidentemente, aquello implica descontextualizar dichas instrucciones del Nuevo Testamento, especialmente propios del Apóstol Pablo en Romanos y Corintios, que exhortan a tener un comportamiento de tal intachabilidad y piedad que no diera ocasión a la murmuración de las personas religiosas que se escandalizan por no guardar costumbres religiosas, y también a tener cuidado de que los oyentes no se escandalicen por nuestro mal comportamiento o por no comprender aun la libertad de la gracia que no nos sujeta a convencionalismos sociales y culturales, es decir, a un cuidado preventivo para no dar lugar a la murmuración, y no una exhortación para esconder el pecado de la iglesia o sus líderes o acallar por vía de censura la murmuración bien fundada. El Apóstol Pablo nunca usó este elemento para ocultar el pecado de la iglesia y/o de sus líderes bajo la alfombra. Antes bien enfrentó con decisión y severidad dicha situación. Su llamado a evitar murmuración invita precisamente a dar explicaciones ante el pecado aparente, no a hacer tabú del tema. De esa forma, quienes hacen esto transforman el llamado al cuidado de los débiles en la fe en una fuente teológica para hacer de la complicidad y el silencio ante la injusticia y pecado de los líderes una doctrina oficial.  

Otros también intentarán desentenderse del asunto diciendo que lo dejan al solo juicio de Dios: “si usted estima que él peca, Dios lo juzgará, será Dios quien le pida cuenta, yo cumplo con mi deber de ofrendar y diezmar y nada más”. De esta forma, cual Pilatos, los hermanos que tienen clara la oscuridad de las aguas administrativas de la iglesia señalan que el asunto no les compete sino en cuanto a su rol que es ofrendar, lo demás será responsabilidad de quien lo haga, en este caso, el pastorado.

En ese sentido puede decirse que siempre se buscarán toda clase de justificaciones teológicas que, no obstante, tendrán la característica de omitir los mandamientos bíblicos explícitos y directos sobre la administración y uso de la ofrenda. Es decir, puede decirse que todas estas justificaciones demuestran que en general en estas iglesias no existirá el rigor bíblico que los evangélicos suelen exigir al querer sujetar todo a la Escritura, pues ésta demanda que la ofrenda se utilice con honestidad ante Dios y las personas (2 de Corintios 8:20-21), eliminando y luchando contra cualquier murmuración que afecte el mensaje de salvación, no a través del silencio o la censura de dicho desprestigio sino de prácticas que no den oportunidad para que alguien pueda fundadamente generar esos comentarios negativos (1° de Corintios 10:32-33), lo que evidentemente se logra en materia de administración con la probidad, transparencia y racionalidad debidas. Adicionalmente se olvida deliberadamente que la ofrenda ha sido instituida con el propósito de lograr igualdad (2 de Corintios 8:12-15), no como ganancia deshonesta (1 Pedro 5:2), ni para hacer mercadería de la fe (2 de Pedro 2:3-5), no para hacerse rico, sino para ayudar a los necesitados (Deuteronomio 15:11, Marcos 14:7).

Todavía más, se ignorará completamente el hecho de que es el propio Jesús quien denuncia a los líderes religiosos que –so pretexto de servir espiritualmente- devoran la casa de la viuda (Lucas 20:47), esto es, la expresa condena que Jesús hace a aquellos que desde su posición espiritual y religiosa se quedan sin escrúpulos con el mantenimiento de las personas más necesitadas, además de su fuerte crítica al sistema religioso que hace que el pobre dé todo lo que tiene, mientras el rico sus sobras (Lucas 21:1-4) Incluso se olvida el fuerte mensaje del Cristo al señalar lo vanidoso y pasajero que era hacer del Templo judío uno lleno de lujos materiales y caras ofrendas votivas (Lucas 21:5-6), críticas que por cierto el libro de Lucas pone en forma consecutiva, como constitutivas de un mismo mensaje.  Así, la doctrina oficial de estas iglesias será pensar que una vez que se entrega el dinero en el ofrendero o se pagan los diezmos, el dinero ha sido “entregado al Señor”, y lo que pase con él Dios lo verá, en lugar de reparar en que no ha sido entregado a Dios mismo sino a una institución que tiene el deber de administrarlo de acuerdo a lo que el evangelio ordena, esto es, ser utilizado por la iglesia para fines específicos y bajo reglas, valores y principios que imponen que, al menos, nadie haga uso personal de los mismos, mercantilizando a los creyentes y “metiendo la manos en la bolsa” que está destinada a los pobres (Juan 12:6).

Por esta razón se satanizará también el conocimiento, tanto de las Escrituras como de la eclesiología, pues ellas llevarán a notar y criticar este asunto, y también se criticará duramente a los universitarios que comienzan a utilizar su conocimiento para “cuestionar o modificar a la iglesia” en esta materia u otras[vii]. De esa forma el éxodo de los pentecostales que llegan a esos conocimientos y críticas es una cuestión muy repetida en estas congregaciones, y muchas veces llega a ser una situación muy tensa, lo que confirmará en la congregación la muy descontextualizada y mal interpretada noción de los pasajes que dicen que “la letra mata” y de que “el conocimiento envanece”: el estudioso se pone peleador, pero no reparan en que éstos dicen las cosas porque estudia, sino que concluyen que estudiar teología envanece y hace mal.  

De hecho, en toda esta satanización del que cuestiona éste y otros asuntos relacionados con el liderazgo pastoral pueden llegar incluso más lejos y a niveles muy nocivos a nivel psicológico y espiritual: si a ese hermano cuestionador que está en la iglesia o que se ha ido disintiendo de ella, le llega a pasar alguna tragedia, enfermedad, muerte, pérdida, pobreza, ese hecho ya no será interpretado como una “prueba” o la “voluntad buena aunque incomprensible de Dios” como lo es para los hermanos fieles a la congregación que viven estas cosas, sino que se verá e incluso dirá y predicará como la evidente maldición que Dios envió por el cuestionamiento al “Siervo del Señor”, como si se tratase de la maldición de Ananías y Safira, llegando entonces a levantar un discurso de violencia divina contra el disidente, que será psicológicamente muy duro contra él y su familia, lo que puede producir daños emocionales severos no solo en dichas personas, sino también en los que observan esto desde dentro de la congregación y temen, lo que explica también cómo se protege este sistema perverso. En todo caso, si uno lee detenidamente esa historia de los Hechos de los Apóstoles, verá que la maldición de Ananías y Safira no fue cuestionar a las autoridades religiosas (apóstoles) que administraban el dinero, sino al revés: no ser transparentes y honestos con las ofrendas, pues aduciendo que todo lo daban para la vida comunitaria de la iglesia primitiva -que significaba darlo todo y compartirlo todo pues “todo lo tenían en común-, en realidad no lo hicieron, sino que se propusieron defraudar el sistema, pues al darlo todo también tendrían que recibir mantención total de esa vida comunitaria, pero en realidad habían escondido bienes lo que significaría que los mantendrían como si todo lo hubieran compartido y ya nada tuvieran, cuando en realidad sí tenían bienes para sí.

La historia de Ananías y Safira en realidad es una exhortación contra quienes defraudan el dinero de la iglesia pretendiendo enriquecerse por vía engañosa de la vida comunitaria eclesiástica, lo que se parece más a la situación de un religioso que administra para beneficio personal los dineros de la iglesia que a quien lo denuncia por hacerlo o cuestiona falta de honestidad en ella. Adicionalmente, dicha visión castigadora propuesta por estas congregaciones respecto de la disidencia contrasta fuertemente no solo con un Jesús que denunciaba a las autoridades religiosas de su época que a pretexto de largas oraciones devoraban la casa de la viuda (según vimos) sino que contrasta con un Jesús cuyo mensaje no era perder las almas de las personas ordenando el castigo divino por no creer en él u obedecerle, sino como quien vino para salvarlas y darles vida en abundancia (Lucas 9:55).

Conclusión: ¿Qué podríamos hacer desde dentro de las iglesias para terminar con situaciones así?

La solución más obvia es una modificación estatutaria que elimine la mercantilización del crecimiento pentecostal, esto es, que fije un sueldo razonable y fijo a cada pastor, ya desde la iglesia local o como desde una administración central que conecte a cada iglesia local en el país afiliada a la denominación, aportando todos a los sueldos de los pastores de iglesias pequeñas y grandes (trabajo conexional de acuerdo con la doctrina Metodista), y no un sistema de sueldo variable en relación al tamaño numérico de la iglesia local que haga de los miembros un activo económico, lo que implica “volver a la senda antigua del pentecostalismo”, además de la debida transparencia y rendición de cuentas de los dineros de la iglesia local a sus miembros, que es lo que hacen la mayoría de las iglesias evangélicas históricas conforme a las Escrituras y a principios éticos fundamentales para una organización que maneja dineros.

Con esta sencilla modificación disminuirían notablemente los elementos cismáticos, las pugnas de poder, el engorde numérico de congregaciones en torno a un solo pastor, la pobreza de pastores que inician su ministerio, se diversificarían los pastorados y se nombraría a los verdaderos artífices del crecimiento y cuidado eclesial pentecostal como son los diáconos y predicadores, iniciando también una etapa en que cada local podrá ocuparse de sus problemas locales e impactar en la comunidad en lugar de estar “gravada” por una iglesia central, se abriría una era de vocación pastoral real y la posibilidad de establecer como requisito su preparación ministerial y teológica, y los recursos y energías de la iglesia podrían dedicarse no solo a la evangelización sino también a la obra social y de justicia que demanda su misión en la tierra, además de la reflexión teológica en sí. Esto sería sin lugar a duda la solución de raíz de la mayoría de los males y debilidades dentro del pentecostalismo chileno (1 de Timoteo 6:10), los cuales si bien pueden tener diversos orígenes y causas, encuentran su máxima expresión y razón de continuidad en este problema. Si la iglesia se ha hecho un verdadero negocio al mercantilizar su crecimiento, entonces modificar sus características implica necesariamente poner en riesgo el sistema, razón por la cual no tiene apertura al cambio y sabe que eliminar defectos como la falta de preparación teológica, la ausencia de poder en el diaconado, la acumulación numérica, o la incuestionabilidad pastoral pone en riesgo el sistema.

Evidentemente, aquella modificación que suena tan fácil de hacer está en manos de los pastores que son precisamente quienes se benefician de su perversión, de manera que es difícil esperar que esto suceda en el mediano o largo plazo.

Otra alternativa es exhortar este cambio en forma paciente y valiente tanto en el fondo como en sus garantías, ser una voz en el desierto o atreverse incluso a “sabotear” el sistema ofrendando muy poco o dejar de hacerlo hasta que el sistema de ofrenda, diezmo y donación sea bíblico, ético y razonable, lo que sería un verdadero avivamiento dentro de estas iglesias. Asimismo, se debería intentar eliminar las garantías de este sistema, realizando crítica teológica a las doctrinas que erradamente lo defienden, ofreciendo además empoderar al diaconado y a los hermanos de base que sirven de forma desinteresada a fin de que se trate con mayor centralidad a Cristo en la congregación y no solamente a la figura viril del pastor.

Una era de hermanas y hermanos laicos asociados, fuertes, valientes, respetuosos pero elocuentes también podría iniciar para comenzar una verdadera reforma en el pentecostalismo criollo, que la encamine nuevamente a ser una reforma refrescante de los marginales del protestantismo histórico, aunque por supuesto que la migración a una iglesia de mayor sanidad financiera y eclesiológica siempre está en manos de quien visualiza este problema y no quiere ser parte de él, lo que debe tenerse muy en cuanta cuando la sanidad mental o la propia integridad física pudiera estar en juego, fenómeno que ya estamos observando en forma sostenida y que debería aumentar con esta contingencia.

Trabajos citados

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[i] Abogado por la Universidad de Chile, ex miembro y profesor de la Iglesia Metodista Pentecostal de Chile (pública) en Maipú. Actualmente miembro probando de la Iglesia Metodista de Chile. Agradezco los valiosos comentarios de Benjamín Quintana Oviedo y Nicolás Panotto.

[ii] Iglesia que es difícil de calificar como pentecostal o siquiera como protestante, pues es una iglesia que, entre otros, subasta bienes religiosos-milagrosos a precio.

[iii] (Pérez & Cueto, 2018)

[iv] (Codelco, 2018)

[v] Posición política conservadora opuesta al aborto y derechos civiles de las minorías sexuales, sin mayores críticas a problemas de justicia social, medioambiente o políticas públicas. Lo que algunos autores han llamado “ideología del ombliguismo” (Mansilla, Orellana, & Panotto, 2019, pág. 188)

[vi] Estas observaciones provienen tanto de un análisis económico (Posner, 2013) de los estatutos de al menos tres iglesias pentecostales (Iglesia Metodista Pentecostal de Chile) (Iglesia Metodista Pentecostal de Chile, 2001), (Iglesia Evangélica Pentecostal, 2000) y del análisis de un texto publicado por la IMP de Maipú (Iglesia Metodista Pentecostal de Chile en Maipú; Departamento de Relaciones Públicas, 2017) como de mi propia experiencia como miembro y profesor de escuela dominical de esta última iglesia, además de largas conversaciones con los miembros y ex miembros de la Catedral de la “Primera Iglesia Metodista Pentecostal de Jotabeche en Estación Central”, también autodenominada “Catedral Evangélica de Chile” (sic).

[vii] Es posible incluso que se aplique intimidación física, piénsese en lo ocurrido en el año 2018, en pleno “te deum” cuando delante de toda la prensa un periodista fue brutalmente agredido cuando preguntó al obispo Durán por las investigaciones económicas en su contra, si eso puede hacerse delante del país, lo que pueda hacerse dentro de la organización puede ser igual o peor. Al menos ha de reconocerse que es intimidante.

El presente texto es una versión ampliada del artículo originalmente publicado en el sitio de Pensamiento Pentecostal – https://pensamientopentecostal.wordpress.com/2019/02/20/raiz-de-todos-los-males-la-mercantilizacion-del-crecimiento-pentecostal-por-esteban-quiroz/

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